lunes, 21 de septiembre de 2009

James Dean, Proust y las mujeres de la calle.


Observo la imagen de James Dean paseando por Manhattan. El tiempo: 1955. Él: pizpireto y resuelto como una bailarina de Degas. Se dispone a dar un paso: la pierna izquierda al frente, las manos en los bolsillos, el cigarro humeante como los ojos.

Está en mitad de una sombra, como estamos todos, porque la vida siempre te enseña el lado menos opaco y no el menos azul del asunto. Rodeado de clubs nocturnos James Dean camina despacio descubriendo la mañana. Caminamos con él, malentendidos, porque camina a su aire pero sigue habiendo algo de pose, porque estamos en pleno día en mitad de una calle destinada a la noche o porque al fondo hay un hotel que lleva su nombre, Jimmy Ryan´s. Lo leemos a la izquierda, Jimmy Ryan´s y tantas cosas nos recuerdan que el hotel bien podría haberse llamado Jimmy Dean´s y no Ryan´s. ¿Dónde está Ryan ahora que sabe que no es Jimmy Dean sino Jimmy Ryan´s? Apuesto a que está barriendo, junto a una cama usada, donde la noche antes alguna señorita había jugado al bebop hasta la obscenidad de su cuerpo.

Un cuerpo también pizpireto y resuelto, como el de Jimmy Dean (a otras) horas después. Sin embargo, lo único verdadero de la imagen es el viejo Jimmy y esa señorita adicta al jazz ¿Por qué? Porque la realidad se construye con un grito en el pecho:

Y de pronto el recuerdo surge. Ese sabor es el que tenía el pedazo de madalena que mi tía Leoncia me ofrecía.

Así, Proust mediante una magdalena que ya es universal, nos recuerda que la realidad se funda del lado del corazón donde se hallan los gritos, los jadeos, los aromas, la niebla o la arena de la boca. No sentimos lo real, sino que realizamos las sensaciones.

Y quizá sea ese el trabajo del actor, de la prostituta, de James Dean. Ofrecer un trozo de carnal madalena, llegar a una sensación (sobretodo inventada) que aunque nos deje en medio de una sombra o un malentendido, nos haga esquivar esa parte negra del corazón por donde se escurre la vida y la memoria.